1. Dos milagrosos reales de plata
EL ENTORNO DONDE NACIÓ
Alpandeire es un pequeño pueblo de la provincia de Málaga, situado en plena Serranía de Ronda. Las propias calles de Alpandeire están robadas a la piedra del monte.

El pueblo es pequeño, muy pequeño. Es uno de esos pueblos serranos que tienden a desaparecer en el tiempo. Un solo dato basta para comprobar la veracidad de estas palabras: hace 30 años, el pueblo tenía alrededor de 1.200 habitantes; hoy, sin embargo, no llegan a trescientos sus pobladores cialis for women. Según me dicen, hace muchos años que no nace en el pueblo un nuevo hijo de Alpandeire —todos nacen en Ronda— y, por supuesto, el padrón municipal de habitantes sólo varía cuando hay que anotar algún fallecimiento.
Alpandeire se apiña en torno a su iglesia, grande, hermosa, grandiosa. Tan grande que parece una catedral y con razón es llamada «la catedral de la Serranía».
Llegar a Alpandeire es difícil. Desde Ronda hasta el pueblo hay 17 kilómetros de una carretera tortuosa, curvilínea e incluso estrecha. El resto es sólo naturaleza pura en cada uno de sus rincones, donde sólo se oye cruzar el viento o alguna bandada de pájaros que difícilmente decidirán bajar a estas rocas para tomarse un descanso en su largo vuelo. Quitemos la carretera —construida bastante después de los primeros episodios que voy a narrar— y pongamos en ella un escabroso camino abierto por el paso constante de las manadas de cabras o por el martilleo de las herraduras de algunas cabalgaduras, y este es el entorno donde nació y se crió un niño que en el mundo se llamó Francisco Tomás Márquez Sánchez, y que en el pueblo era conocido como «Frasquito Tomás», por esa costumbre secular de cambiar el verdadero nombre por otro más en consonancia con las costumbres locales. Incluso en la actualidad, al hablar de él, todavía se escapa a los viejos del lugar ese «Frasquito Tomás» con que fue conocido aunque inmediatamente rectifican para nombrar a fray Leopoldo.
SU NACIMIENTO

El mismo lo dice. Nació en Alpandeire el 24 de junio de 1864 al filo de la medianoche. La habitación donde nació no podía ser más pequeña. Aproximadamente 2,5 x 1,5 metros; dicho en otras palabras, sólo cabe en ella –y muy justa– una cama de matrimonio y, a sus pies, el lavabo. Y nada más; las personas que fueran a ver a Jerónima Sánchez y al recién nacido, tenían que hacerlo desde fuera de la habitación, ya que dentro es imposible moverse. Fue su padre el modesto labrador Diego Márquez, un hombre enamorado del campo que puso todo su empeño en conseguir una mediana posición para su familia, mediana posición que consiguió sólo a medias, por las enormes dificultades que entonces suponía ganar algún dinero. La economía doméstica redondeábase con las utilidades de reducidos rebaños de cabras que integraban, y aún integran, la geografía de aquellas cumbres. Esos mismos rebaños de cabras que Francisco Tomás cuidaba día tras día, y con los que se retiraba a una choza distante unos siete kilómetros del pueblo y en la que pasaba las tres cuartas partes de cada mes, en compañía sólo del rebaño y de las piedras por la parte humana, y en compañía de Dios — ¿qué mejor compañía?— siempre.
Cuentan quienes le conocieron en su vida joven, antes de entrar en la religión, que desde pequeño, Francisco Tomás dio muestra de una bondad extraordinaria, juiciosa en su proceder, alegre y buen compañero en los juegos de la infancia. Y travieso a veces, como todos los niños. En una ocasión, cuando contaba sólo diez años, jugaba en un campo próximo en compañía de un íntimo amigo llamado Javier, cuando acertó a pasar por delante de ellos una gallina: ni cortos ni perezosos, se lanzaron sobre ella, la cogieron y sin pensarlo dos veces le quitaron una a una las plumas, dejándola completamente desnuda. Ni que decir tiene que con el tiempo, la gallina recobró su plumaje, pues no la mataron, pero la anécdota queda ahí, demostrativa de un acto infantil igual a la de todos los muchachos y que se suceden hoy en nuestros pueblos.
La enorme iglesia que cobija al pueblo de Alpandeire fue el sitio más visitado por Frasquito Tomás. Raro era el día en que la madre no tenía que entrar en la iglesia donde lo hallaba sentado en algún banco o «echando una parrafada» con la imagen de algún santo, contándole sus problemillas de niño como si de enormes problemas se tratara. Jerónima Sánchez, no le regañaba por esto; al contrario, mujer muy piadosa, veía con buenos ojos la inclinación de su hijo por la iglesia. Ella fue quien enseñó a rezar a Francisco Tomás el Avemaría, ese Avemaría que después fray Leopoldo repetiría hasta la saciedad en tandas de tres en tres, y con los que conseguía todo lo que estaba en su mano conseguir.
DOS REALES PARA LAS ÁNIMAS
Un buen día cuando Francisco Tomás tenía aproximadamente once años y aún estos no estaban cumplidos, su madre empezó a hacer las labores propias de la cena cuando se dio cuenta que no tenía una sola gota de aceite. Llamó al niño, le dio dos reales y una alcuza de aceite y le mandó a la tienda más próxima. Francisco, respetuoso siempre con los deseos de su madre, aunque estaba jugando en esos momentos con algunos amigos, cogió los dos reales y la alcuza y se fue. La madre entró en la casa para prepararlo todo en espera del aceite.
Francisco había andado sólo unos pasos cuando ve venir hacia él un hombre que, con una campanilla, va pidiendo por todo el pueblo: «Una limosna para las ánimas benditas». Francisco no lo piensa, extiende la mano y deposita los dos reales que su madre le había dado, en el interior de la hucha. Y al momento llega a su pensamiento el destino real que debería haber tenido el dinero.
Regresa a su casa, sumiso pero no arrepentido de lo que había hecho, porque comprendía que era una obra de caridad.
— Madre, no traigo el aceite, ni tampoco los dos reales que me diste.
— ¿Te los ha quitado alguien? ¿Se te han caído?
— No madre. Los he echado en el cepillo de las ánimas benditas; pero si tú quieres, yo iré a la tienda, pediré el aceite fiado y lo pagaré otro día.
Y diciendo esto metió su mano en el bolsillo como para sacar algún pañuelo. La sacó apretada y temblorosa. Al abrirla, en su palma relucían otros dos reales de plata. Ni que decir tiene que aquella noche hubo aceite en la casa y limosna para las ánimas, pero, debido a la impresión, Francisco no pudo dormir, según comentó días después a sus amigos. Pasado el tiempo, él mismo recorrería muchas veces las calles del pueblo con la misma o parecida hucha, pidiendo también para las ánimas.
VAMOS A REZAR

Todas estas cosas nos las cuenta su sobrina carnal —hija de su hermano Diego— Jerónima Márquez Lobato, que reside en Alpandeire junto a toda su familia y que guarda celosamente la llave de la casa rotulada actualmente con el número 25 de la calle Doctor Duarte Cortés, y que es donde nació fray Leopoldo. Es una casa pequeña en cuyo centro existe un patio que da paso después a tres puertas: una de ellas, la de enfrente, da a lo que hoy se llamaría salón-comedor; desde este salón se llega a la pequeña habitación donde Francisco Tomás vino al mundo. Las otras dos puertas dan a habitaciones más modernas y que Francisco no llegó a conocer. Junto a una de ellas, un ventanuco da paso al pozo de la casa donde el joven cogía el agua que después echaba en la pila que aún se conserva en bastante buen estado y que era donde toda la familia se lavaba. La habitación de enfrente a ésta que comentamos era, en la época en que visité Alpandeire (1978), de reciente construcción. Jamás existió allí. Fue quitar un poco de patio para hacer una especie de despensa, pero el suelo de esa despensa, que sí conoció el pisar de Francisco, tiene su historia. En uno de los laterales, pero que ha quedado fuera de la habitacioncilla recién construida, hay incrustada en el suelo una gran piedra, usada en las casas de los pueblos para majar el esparto con el que luego, entre otras cosas, se fabricaban los alpargates que los hombres calzaban. Esta piedra, que durante el día recibía el duro castigo de los fuertes golpes del martillo de majar, era de noche la almohada de Francisco. Posaba su cabeza en la piedra v se tendía a lo largo del suelo que hoy ocupa la despensilla que han construido, y allí dormía placenteramente. Por la mañana, su frase preferida era:
— ¡Qué bien he dormido! Vamos a rezar
Y tras los rezos, allá que se iba con su hato de cabras, ágil y dispuesto a la batalla diaria, como si de verdad hubiese descansado en el más cómodo colchón de plumas que se haya podido soñar.
Cuando volvía por la tarde, gustaba de alejarse un poco del mundo que le rodeaba y se subía a una especie de terraza cubierta que hay justamente encima de la entrada a la casa. A esa terraza se sube por una estrecha y pendiente escalera. Allí leía todo lo que caía en sus manos, pensaba y, de vez en cuando perdía la mirada en la lejanía, fijos los ojos en el cielo hermoso que se ve desde el ventanuco. Y el pensamiento volaba hacia Dios y le vería tan cerca que se extasiaba en su contemplación. Largas horas que a él le parecían minutos transcurrían hasta el momento en que volvía a bajar para reunirse con su familia.