3. Un noviazgo de tres años
Decíamos al principio que Francisco, con el hato de cabras que eran propiedad de su padre, íbase las tres cuartas partes de cada mes a un chozo existente a unos siete kilómetros del pueblo. Aún ahora cuesta trabajo llegar a él; ¡cuánto más no costaría en los tiempos lejanos de la juventud de Francisco!

El chozo existe hoy tal como Francisco lo habitó. Está construido en un pequeño valle y rodeado por todos los lados de pétreas montañas. Aquel valle pequeño es como un islote en la dureza agreste del resto del paisaje. El monte que le rodea, pelado; el valle, lleno de flores. El monte, agresivo; el valle, hermoso, placentero, dulce, quieto. El monte, traicionero; el valle, amable.
La edificación está hecha aprovechando las piedras grandes que se desprenden del monte. Puestas una sobre otra y unidas con un poco de barro común, y paremos de contar. Una puerta mal colgada da paso al interior, duro como el monte de donde salieron las piedras que sirvieron para enlosar su suelo. Una sola habitación que sirve de todo. En un extremo, un horno y en el otro, unas tablas puestas en pie para separar la pieza “principal” de una minúscula habitación donde Francisco se echaba a dormir y donde sólo cabe el cuerpo de un hombre.
Este chozo fue habitado después por otros cabreros, pero hace mucho tiempo que nadie lo usa al menos de forma continuada, aunque no cabe duda que, en las duras jornadas del invierno serrano, servirá de pobre alojamiento a los pastores e incluso a sus pequeños rebaños. De todas formas, continúa en el mismo estado en que Francisco lo dejó. Nadie ha osado cambiar nada, quizás porque nada hay que cambiar. No hay muebles —ni siquiera una silla para sentarse—; sólo hay quietud http://e….-ordonnance/. Se me va a permitir ahora que diga mi particular opinión sobre este sitio. Y espero que quien lo conozca esté de acuerdo con mis apreciaciones.

Yo estuve dentro del chozo, y fuera; paseé por sus alrededores, di una vuelta por el pequeño valle que lo circunda y miré hasta el cielo. Y pienso que, si en algún sitio distinto al pueblo empezó a surgir en la mente de Francisco la idea de hacerse sacerdote, fue en aquel lugar. La paz que allí reina, incluso hoy, es la mejor embajadora del amor de Dios. Se mira a todos los sitios y sólo se ve naturaleza y, junto a ella se ve la mano de Dios; se ve su obra. Con nadie se puede hablar allí si no es con Él; aparte las bandadas de pájaros que pasan raudas en verano, y del viento que silba fuertemente en invierno, no hay otro sonido. Se mira a uno y otro lado y el monte huraño cargado de duras rocas sólo tiene ante sí la sonrisa heroica del valle donde está construida «Villa Fría» que así es como es llamado y conocido el chozo. La sonrisa de la flor, del verde musgo, los zumbidos de los pequeños insectos que buscan el polen de las plantas para alimentarse, serian los únicos amigos de Francisco en los veinte o veintidós días que duraba su retiro obligado. Y, durante ese tiempo y durante muchas horas para pensar en un futuro distinto, en un futuro más cerca de Dios, en un futuro trabajando para Dios, que es el mejor empresario, porque da el ciento por uno y, al final, regala su hacienda entera para que la disfruten sus elegidos.
A mí no me cabe la menor duda de que fray Leopoldo empezó a nacer en este pequeño valle, en aquel mísero chozo, rodeado sólo de naturaleza viva, sin que la mano del hombre hubiese llegado todavía a destrozar el paisaje, un paisaje por otra parte casi imposible de destrozar debido a su dureza, y que sólo ha cambiado en la construcción de la carretera, carretera que, desde el valle donde el chozo está construido, ni se ve debido a la altura.
ENAMORADO
Mientras todo esto ocurre, mientras el tiempo pasa demasiado lentamente para Francisco, para sus ilusiones futuras, ocurre la desgraciada muerte de su hermano en Cuba. Allí le llevó la guerra y la Patria y allí quedó su cuerpo dormido en el sueño de la muerte. Francisco comprende que ahora más que nunca se ha alejado considerablemente de su bendita ilusión de ser sacerdote.
Y vuelve sus ojos hacia una joven hermosa que siempre hizo tilín en su joven corazón. Antonia Medinilla Lobato era una joven de profunda fe, de arraigadas creencias. Era el complemento ideal para un Francisco Tomás que buscaba afanosamente el vivir más cerca de Dios y del que parece que Dios pugnaba por alejarse, cuando en realidad sólo ponía a prueba su empeño, su amor por El, su deseo de cargar con su propia cruz y seguirle hasta el fin.
Por fin se hacen novios. Es un noviazgo que dura tres años según nos cuenta la sobrina del Siervo de Dios. Pero ni antes ni después la quiere engañar el joven Francisco. Antes de pedirle relaciones a Antonia, le dice muy claramente que su más grande ilusión es ser sacerdote y que no dudaría en abandonarlo todo —incluso a ella—, si se presentaba la ocasión de ser llamado por Dios. Ella agacha la cabeza, comprende y asiente. Está conforme. Sabe que en la lucha si la hubiera, sería Dios el ganador y ella, profunda creyente, se deja llevar a su suerte.
Fueron tres años felices para Francisco y Antonia. Los planes para un futuro que no sabían cuándo llegaría; los sueños vividos juntos, las palabras de amor de todas las parejas, en ellos serian más verdaderas, más sentidas, porque sobre él pesaba la idea de que Dios no le llamaba a su lado a pesar de las constantes llamadas que le hacía y porque sobre ella pesaba también el pensamiento de que el ser amado podría, en cualquier momento, dejarla para ir a servir a Dios desde dentro de un claustro capuchino.
PIDE EL INGRESO EN LA ORDEN
Un día llegaron a Ronda unos monjes capuchinos para predicar. Entre los muchos asistentes estaba, cómo no, Francisco que, al término de la sagrada palabra vence su natural cortedad y les dice que quiere ser como ellos, que quiere ser monje.
— Puedes serlo muchacho. Pero comprende que por tu edad y por tus escasos estudios no podrás llegar más que a hermano lego.
No quiere otra cosa Francisco. Es su gran ilusión. Servir a Dios y a los demás hombres desde el puesto más bajo. Los monjes le prometen enviarle la solicitud y se marchan.
Pero la solicitud no llega. Los monjes a buen seguro, con tanto ajetreo y tanta predicación por los distintos pueblos de la zona, han olvidado la promesa hecha a Francisco, que espera inútilmente.
Mientras tanto, su madre, la buena mujer que está enterada de los planes de su hijo, los comunica al esposo, a Diego, que sólo pone una objeción:
— Mujer, no tenemos dinero suficiente para costear esos estudios a nuestro Francisco.
Algún tiempo después va a Ronda a predicar otro monje capuchino, el padre Cándido de Monreal. Francisco vuelve a ir a escucharle y le pide por segunda vez el ingreso en la Orden, ingreso que el padre promete acelerar; pero, de nuevo, el olvido pone una venda en la memoria del sacerdote y de nuevo también Francisco se queda esperando la invitación oficial para entrar en el convento.
Por último, Francisco va en busca de un sacerdote de Ronda, don Rafael, que es un poco pariente. Le cuenta sus penalidades, sus deseos y su desesperanza al no encontrar el camino deseado. Es don Rafael quien escribe al provincial, recibiendo la inmediata respuesta. Francisco puede entrar en el convento cuando lo desee.
Llegados a este punto, conviene decir que Francisco reside de vez en cuando en Ronda. Su padre tenía una casa en la zona conocida como el barrio, concretamente en la calle Marbella, núm. 33. Así, pues, era también feligrés de la Iglesia del Espíritu Santo, cuyo párroco después daría un excelente certificado de buena conducta y cristiandad de Francisco.