8. Un enfado conyugal

De este hecho que vamos a referir, todavía viven (vivían en 1979) en Granada sus protagonistas más directos.
Un matrimonio había tenido una discusión. Una de esas discusiones que quizás nacen de nada pero que llegan a tomar un gran incremento. Lo cierto es que la discusión fue en aumento y que el marido perdió el control de sus nervios hasta el punto de que dando un gran portazo, se echó a la calle, sin rumbo fijo.
De bar en bar «para ahogar las penas», le dieron altas horas de la madrugada por la calle. En una esquina se encontró con una mujer de dudosa reputación que, en su trabajo de conseguir dinero de un hombre, empezó a hacerle carantoñas y a intentar conquistarlo. El hombre se dejó conquistar y se alejó con la mujer camino de una mísera pensión.
Estando ya a punto de caer definitivamente, se dio cuenta — pese a los vapores del alcohol —, de la gravedad de lo que iba a hacer y vistiéndose salió corriendo de la pensión ante la sorpresa de la mujer que le acompañaba.
Inmediatamente pensó en confesarse pero, a las tres y media de la mañana, difícilmente iba a encontrar un sacerdote para hacerlo. De todas formas se encaminó hacia el convento de Capuchinos, llamó a la puerta y fue fray Leopoldo el que salió a abrir:
— Fray Leopoldo, me alegro que sea usted. Quiero confesarme ahora.
— Pues hermano difícil veo la cosa, pues los padres duermen todos y hasta las seis de la mañana no se levantan…
El hombre guardó silencio. Era un silencio que decía más que muchas palabras. El silencio pedía un favor y sus ojos rubricaban la petición. Fray Leopoldo siguió hablando.
— En fin, pase usted, que veremos qué se puede hacer.
Y diciendo esto, franqueó la entrada al hombre —del que conocemos su nombre aunque no lo citemos— y se entró dentro del convento. A los pocos minutos, fray Leopoldo apareció con un sacerdote «joven, alto, bien formado, de espesa barba negra bien arreglada» que inmediatamente condujo al hombre hasta un confesonario. Las palabras de consuelo fueron tan dulces, que el pecador, arrepentido, lloró amargamente y durante largo rato. Recibida la absolución, el buen hombre se retiró, mucho más contento.
Días después quiso agradecer al padre que le había confesado sus palabras de consuelo y de aliento. Y volvió al convento en ocasión en que no estaba fray Leopoldo, que cumplía su oficio de limosnero por las calles de la ciudad.
Como el hombre era conocido de la comunidad, empezó a preguntar por ese fraile que le había confesado y al que no conocía, explicando una y otra vez cómo era su aspecto físico y cómo era de dulce su voz. Pero el fraile no apareció por parte alguna. El padre guardián preguntó entonces quién le había abierto la puerta y quién le había presentado al fraile y al contestarle el pecador que había sido fray Leopoldo, hizo un gesto como diciendo: «No me diga usted más».
Cuando el Siervo de Dios llegó, no supo en principio decir de dónde había sacado al sacerdote, aunque luego explicó que había llegado de Almería camino de Cádiz, y que se había parado unos minutos a descansar. Lo cierto es que después de preguntar en todos los conventos de Andalucía no había en ninguno un fraile con las señas dadas por el pecador arrepentido.
UN SANTO ENFADO

Y que me perdone fray Leopoldo por usar la palabra que menos le gustaba oír. Nuestro Siervo de Dios, siempre con la cabeza gacha, como no mirando a nadie pero conociéndolo todo, sumiso en la obediencia, somero en su vestimenta y parco en palabras, dulce y bondadoso siempre, veía alterada su natural flema cuando alguien se dirigía a él hablándole de santidad. Entonces es cuando se enfadaba de verdad — dentro naturalmente de los límites propios de su peculiar bondad —. Por eso, al utilizar el titulillo «un santo enfado», he pedido perdón al propio Siervo de Dios para que no se enfade si utilizo la palabra que menos le gustaba para él.
En una ocasión, una señora muy mayor se adentró en el convento y al salir los frailes del coro, preguntó por fray Leopoldo. Cuando le dijeron quien era se acercó a él le abrazó y le dijo:
— Hermano, rece usted por mí, que es usted un santo.
— Señora, por el amor de Dios — dijo el fraile un tanto enfadado— ¿yo qué voy a ser un santo? Yo soy simplemente un pobre pecador. Qué más quisiera yo que ser santo.
Una vez que la mujer se hubo marchado, quizás pensando en el mal humor que llegaban a tener los santos, fray Leopoldo volvió a entrar en la iglesia y arrodillado pidió perdón a Dios «por haber engañado al mundo de tal forma que lo tomase por santo».
Y sin embargo, aunque él no quisiese, el pueblo, que conoce perfectamente a sus semejantes aunque a veces parezca despreocupado de todo, cada día confesaba más la santidad del «hermanico» que día a día pasaba por sus calles, llamaba a las puertas de sus casas pidiendo una limosna «por el amor de Dios», y consiguiendo que muchas personas volvieran los ojos hacia Dios. Cuando ya estaba inútil para su trabajo, por culpa de una caída que se produjo el 9 de febrero de 1953, el padre guardián nombró a un limosnero joven para que hiciese el trabajo. Y por todas las casas por las que pasaba, la pregunta invariable era «¿Qué le pasa al Hermano santo?».
«DEJE LA OPERACION»
A causa de una herida en un dedo, fray Leopoldo estuvo a punto de que le cortaran la mano, en vista del mal cariz que tomaba la herida. Fue el doctor don Fermín Garrido, de gran fama en Granada en particular y en Andalucía en general, el que decidió la amputación.
Fray Leopoldo esperaba pacientemente. No dejaba traslucir su semblante la preocupación que le embargaba porque pensaba que era cosa de Dios, y él a Dios no podía ponerle mala cara.
De todas formas, y cuando el doctor tenía ya los utensilios en las manos para proceder a la amputación, fray Leopoldo le dijo muy quedo:
— Doctor, si a usted no le importa, vamos a dejar la operación. Porque siendo hermano lego, si me corta la mano ¿cómo voy a realizar mi trabajo? Deje la operación, que Dios querrá que la herida sane.
El doctor Garrido, que aparte de ser fiel católico, apreciaba al Siervo de Dios de manera muy especial, en parte se alegró de esta determinación del fraile y guardó sus instrumentos. Pocos días después, fray Leopoldo volvía a su trabajo con la mano perfectamente curada.
LA BLASFEMIA
Otra de las cosas que ponía a nuestro fraile enfadado era la blasfemia que desgraciadamente se dice con cualquier circunstancia. La blasfemia es hoy y ha sido siempre una lacra tremenda, imposible de alejar de los labios de los hombres, quizás porque con la blasfemia se creen más fuertes, cuando en realidad lo que demuestran es ser más cobardes, teniendo necesidad de meterse a insultar a Dios ya que no se atreven a solucionar el problema planteado dándole cara.
Esa blasfemia era algo que nuestro Siervo de Dios no podía aguantar y, aunque siempre con buenas palabras, reconvenía al blasfemo haciéndole ver la inutilidad de tales palabras.