4. «Dios me llama al convento»

La noticia ha agradado sobremanera a Francisco. Su gran ilusión de siempre se ha hecho realidad. Eran muchos años los que llevaba esperando este momento y por fin Dios ha querido acercarlo a su seno y llamarlo a la vida del convento.

Pero quedan muchas espinas antes de la marcha. La madre se abraza a él llorando con todas sus fuerzas y era imposible poder separarla del hijo que se iba y al que seguramente no volvería a ver más; el buen padre, Diego, espera en un segundo plano a que la afligida madre deje en libertad al hijo. Pero él quisiera que no se fuera también, porque necesita de los brazos fuertes del mozo más ahora que se encuentra viejo y cansado.

Y por último queda Antonia Medinilla, la guapa moza que fue su novia durante tres años y con la que compartió secretos y esperanzas. Una tarde, ya oscurecido, Francisco se acerca a la casa de Antonia y cuando ella sale a recibirle…

— Me voy al convento, Antonia. Dios me llama.

Nadie nos ha dicho la reacción primera de la novia. Ella comprendía la vocación de Francisco y la admitía. Sabía perfectamente que un día podía suceder esto. Pero, como mujer que ama a un hombre, lo más natural es que esperase que no se cumplieran los deseos de Francisco.

¿Qué pasó por la mente de Antonia? Las lágrimas correrían por sus mejillas a torrentes, correría a encerrarse en su habitación para desahogar su pena, lloraría días y días la pérdida del ser amado. Por su parte, Francisco se tragaría las lágrimas que también pugnarían por salir. Era lo normal.

Lo que sí nos han asegurado familiares muy allegados es que jamás Antonia tuvo un solo reproche para Francisco. Jamás criticó ni afeó su conducta. Al contrario, fue la primera que defendió la postura tomada por el novio amado. Pasados los años, Antonia Medinilla casó con un joven apellidado Lobo, con el que tuvo varios hijos.

VOTO DE OBEDIENCIA

Puesto que aún estamos en Alpandeire hablando con los más allegados familiares de fray Leopoldo, antes de viajar a Granada para entrevistarnos con fray Ángel de León, que por aquellas fechas era el vicepostulador de la causa de beatificación del Siervo de Dios, contemos algunas cosas de fray Leopoldo sucedidas en su pueblo natal en algunas de las tres veces que volvió a él.

En este caso, era la primera vez que regresaba. Había llegado a Ronda en tren desde Granada, y desde Ronda a Alpandeire hizo el camino a pie y descalzo. Su sobrina, avisada de su próxima llegada, le había preparado una buena comida: un pollo bien asado. Tras los primeros saludos y abrazos, Jerónima rogó a su tío que se sentase a comer.

Piedra que el joven Francisco Tomás usaba habitualmente como almohada.Piedra que el joven Francisco Tomás usaba habitualmente como almohada
Piedra que el joven Francisco Tomás usaba habitualmente como almohada.Piedra que el joven Francisco Tomás usaba habitualmente como almohada

Cuando fray Leopoldo vio el rico manjar se negó a probarlo y, ante la exigencia de la familia, dijo que tenía votos solemnes de pobreza y que aquel pollo no representaba ninguna pobreza. Su sobrina, inteligentemente, respondió:

— También ha hecho voto de obediencia, ¿verdad?

— También.

— Pues yo soy la dueña de esta casa y le ordeno que coma de este pollo.

El fraile no se pudo negar; pero, lejos de comerlo entero, cumplió con el mandato de su sobrina comiéndose algunos pequeños trozos y alegando que el estómago se le había achicado y que no tenía más apetito.

La sobrina le preparó después una buena cama y todos se retiraron a descansar. A la mañana siguiente, Jeromita comprobó que la cama destinada a fray Leopoldo no había sido tocada.

— Tío, ¿dónde ha dormido usted esta noche?

— Mira, sobrina. En esa cama me es imposible dormir. Está demasiado incómoda. Mi almohada ha sido esta piedra y no puedes imaginarte lo bien que he dormido.

“MI TIO ES UN SANTO»

Durante nuestra conversación con Jeromita, le pregunto:

— ¿Cree usted de verdad en la posibilidad de que fray Leopoldo, su tío, llegue un día a ser declarado santo?

— Yo creo que mi tío es un santo ya.

— ¿Usted le pide muchas cosas?

— Muchas no, la verdad http://viagraindian.com….. No me gusta molestarlo. Pero alguna sí que le he pedido.

— ¿Y se la ha concedido?

— Una al menos estoy segura que fue por su mediación.

— ¿Puede contárnosla?

— Claro que sí: teníamos en casa una cerda que nos daba mucho producto, pues con sus crías comerciábamos y podíamos ir saliendo más fácilmente. Un día, la cerda se tragó un pollo vivo que se le atragantó, de forma que, pese a darle todos los vomitivos que conocemos en los pueblos, no conseguimos que lo echara. La cerda estaba ya casi asfixiada, tendida en el suelo, casi sin moverse. Nosotros la veíamos morir rápidamente. Era para nosotros un durísimo golpe, pues otra cerda como esa costaba muchas miles de pesetas y nosotros no tenemos posibilidades para comprarla. Imagínese lo que íbamos a perder. Entonces me acordé de mi tío y le pedí en voz alta que nos ayudara, ya que él conocía perfectamente el problema que se nos planteaba. No había terminado de decirlo todavía cuando la cerda, con un esfuerzo supremo que nadie sabe de dónde salió, echó el pollo que tenía atravesado en la garganta y se recuperó rápidamente. Todavía nos duró muchos años. No me cabe duda que fue gracias a mi tío.

— ¿Usted siente algo extraño o se porta de otra manera al saber que en su más allegada familia puede haber un santo?

— No, señor; yo soy igual siempre. No es normal eso de tener un santo en la familia, pero…

— Y, cuando usted le pide algo, ¿se lo pide como fray Leopoldo o como tío?

— Yo, siempre que le pido algo, le digo tío. Tío, necesito esto; tío, me gustaría que solucionara aquello…; ¿no es mi tío?

OPERACION A VIDA O MUERTE

Hablamos después en Alpandeire (hago un inciso aquí para insistir una vez más en que estos encuentros se producían en los años 1978 y 79) con doña María García Sánchez, de 89 años de edad. Una mujer que conoció a Francisco Tomás desde muy pequeña y que nos va contando cosas a retazos porque, según ella, «de vez en cuando se me va la cabeza».

— Mire usted; mi marido, que en paz descanse, Ildefonso Alarcón, era monaguillo de la iglesia en sus años mozos. Y él me contaba muchas cosas de un niño que entraba en el templo y que se tiraba horas y horas hablando en voz alta con Dios. Y no decía cosas raras, ni en broma. Hablaba muy en serio. Decía mi esposo que el niño era sorprendente.

— ¿Y quién era ese niño, señora?

— ¿Quién va a ser? Mi marido me dijo que se llamaba Frasquito Tomás, y con ese nombre no había nadie más en el pueblo que el que hoy es fray Leopoldo.

— ¿Le ha hecho algún favor fray Leopoldo?

­– Uno muy grande. Mi hijo, aquí presente, tuvo que ser sometido a una operación en la cabeza. Era una operación a vida o muerte; pero los médicos la verdad es que nos dieron muy pocas esperanzas; más bien ninguna. Mi hijo me pidió una foto de fray Leopoldo y la puso en la mesilla de noche que tenía más próxima en la sala del hospital. Todos los días le rezaba y le pedía la curación. Pues lo operaron, salió bien y su recuperación fue tan rápida que los propios médicos quedaron asombrados. Eso fue cosa de Frasquito…, de fray Leopoldo.

Doña María, sigue rezando todas las noches a fray Leopoldo. Y en las paredes de su casa hay muchísimas fotos del Siervo de Dios, y almanaques con su efigie y, en distintos momentos de su vida religiosa. También para doña María, fray Leopoldo es ya un santo. Nadie logra convencerla de que todavía no lo es, aunque la Iglesia aún no se ha pronunciado.

— Sí, sí, sí; claro que es un santo.