6. El vuelo de la paloma
Nada hacía fray Leopoldo que no tuviese su culminación en tres avemarías. Antes de salir a cumplir con su oficio de limosnero y tras recibir la bendición del padre guardián, rezaba tres avemarías. Cuando alguien le pedía algo, inmediatamente rezaban juntos tres avemarías. Pero era una oración en la que el recogimiento del hermano capuchino era tal que parece como si saliese de este mundo y se transportase más cerca de la Virgen, de su Divina Pastora a la que tanto amó y que tanto le amó.

Fue la imagen de la Divina Pastora que hoy se conserva en el interior del convento de los PP. Capuchinos de Granada la que estuvo junto a fray Leopoldo en todos sus más importantes momentos. Era a esa imagen a la que hacía todas sus peticiones y a la que contaba todos sus problemas.
Como ejemplo basta un botón, al menos de momento: un joven estaba internado en un sanatorio, a punto de serIe cortada una pierna. Ello significaba, además de la tristeza de quedar paralitico, su ruina total porque su trabajo dependía precisamente de sus piernas. La operación era inmediata porque los médicos habían visto imposibilidad en su salvación. Acertó a pasar por allí fray Leopoldo y una de las monjas que cuidaban al enfermo le habló de él. El fraile se acercó, habló con el joven y, arrodillándose, rezó sus tres avemarías. Se levantó del suelo y se despidió con un «que la Virgen lo cure». Al poco tiempo -quizás fray Leopoldo no había salido aún del edificio-, el joven sintió un rápido y lacerante dolor en la rodilla. Al momento, el movimiento volvió a la pierna y tres días después era dado de alta. El fraile, cuando se enteraba de algunos de estos hechos, siempre comentaba:
-Es que la Virgen lo puede todo.
YO PIDO LA LIMOSNA

Fray Leopoldo era un exacto cumplidor de sus deberes. Quizás no ha habido un hijo de san Francisco que cumpliese con más amor y más presteza las reglas del convento.
Tan exacto cumplidor de sus deberes era que no admitía ayudas de ninguna clase, ni aunque esa ayuda le supusiera un mayor beneficio en su duro oficio. Un día, en un pueblo de Granada, encontrose con una señora muy rica y muy conocida. Esta señora ayudaba siempre a nuestro fraile con limosnas reconfortantes.
La señora, tras saludar con cariño y respeto a fray Leopoldo, se comprometió a acompañarlo a algunas casas por donde tenía que pasar. Ella sabía que, si acompañaba al hermano capuchino, el beneficio sería mucho mayor, porque todas las casas del recorrido eran de conocidos de la señora. Así se lo dijo a fray Leopoldo que contestó:
-Señora, aquí el que pide las limosnas soy yo.
Y, efectivamente, se marchó solo a continuar su tarea de pedir, tarea que incluía también a los más pobres, ya que no solamente los ricos o los de mediana posición recibían la visita de fray Leopoldo.
En otras ocasiones se encontraba con todo lo contrario. Es decir, se le cerraban las puertas de una forma más o menos diplomática. Desde el clásico portazo hasta la frase insulsa que nada significa pero que tanto quiere decir en la mente de quien la pronuncia. Un «no está la señora» o un «perdone usted por Dios» eran las frases más agradables. Otras veces escuchaba otras más duras, como «póngase a trabajar» o «no ayudamos a los gandules». En cualquiera de los casos, fray Leopoldo comentaba con el hermano más joven que le habían puesto como ayudante en los últimos años de su dilatada vida:
-Hermano, venimos a pedir y hay que recoger todo lo que nos dan.
En otras palabras: fray Leopoldo aceptaba la limosna pero también aceptaba la dureza de corazón de muchos, que cierran sus ojos y su corazón a las necesidades de sus hermanos. Pero siempre volvió a aquellas casas que le trataron mal, él decía que «porque quiero darles la oportunidad de ponerse a bien con Dios a través de la li-mosna», aunque quizá la verdad estuviese en que buscaba el sacrificio del desprecio humano, ya que en su convento le tenían prohibido el sacrificio carnal extremado.
UN BESO A LA VIRGEN
Comentábamos antes el amor que fray Leopoldo sentía por la Virgen María. A tanto llegaba su amor que más de una vez le sorprendió el alba arrodillado ante la imagen de su Divina Pastora pharmacieviagra.com.
Pero el caso que vamos a contar ahora nada tiene que ver con la Divina Pastora, aunque sí, y mucho, con la Virgen.
Fue con ocasión de la llegada a Granada de la imagen de la Virgen de Fátima desde Cova de Iría. Recordarán sin duda muchos de nuestros lectores, sobre todo los más mayores, aquella primera llegada de la sagrada imagen de Fátima a España. Cómo levantaba las masas en todos los lugares por donde pasaba. Fue España entera, desde las grandes capitales hasta los pequeños pueblos, los que se rindieron a su paso.
Pues la imagen de la Virgen de Fátima también estuvo en Granada, y nuestro fraile naturalmente no podía perderse el paso de su gran amor. En la calle Reyes Católicos, escondido entre tanta gente -toda Granada estaba allí-, fray Leopoldo esperaba el cortejo. Su escasa estatura le hacía perderse entre el inmenso mar de cabezas que también esperaban.
Llegó el cortejo y se aproximaba ya el trono que portaba la imagen de la Virgen de Fátima. A los pies de la Virgen, arrebujadas contra ella, muchas palomas. Cuando el trono se acercaba al lugar donde se encontraba fray Leopoldo, una de las palomas, como enviada especialmente, se despegó del trono y se dirigió volando hasta donde estaba el fraile. Pese a que muchas manos quisieron cogerla, la paloma sorteó a todos con su fácil vuelo, hasta que se posó sobre la cabeza del Siervo de Dios. Por él sí se dejó coger. El fraile la acarició repetidas veces, le dio un beso y la echó a volar de nuevo. La paloma voló hacia el trono de la Virgen de Fátima, se acercó al pie de la sagrada imagen, hizo un gesto como si depositara el beso del fraile, y después se dejó caer dulcemente en la misma postura que traía desde antes de divisar a fray Leopoldo.
Miles de granadinos fueron y son testigos de aquel acto. Los granadinos comentaron a voces el portento que acababa de realizarse. Y los que vivieron aquel momento sublime todavía lo recuerdan y lo comentan.

(Hago aquí un nuevo inciso en el desarrollo del reportaje para volver a recordar que todo esto y lo que sigue, me fue contado –en ocasiones por los mismos protagonistas, ya muy ancianos– hace ahora algo más de 30 años; y que los sucesos que se narran se produjeron por lo tanto bastantes años antes, en la época en que fray Leopoldo ejercía su trabajo diario de limosnero).
«DELE UN CALDO DE GALLINA»
En una calle de Granada, se encuentra fray Leopoldo con una mujer que lloraba sin consuelo. Los médicos le habían asegurado que su marido no tardaría en morir. Se acercó al fraile y le contó todas sus penas, contándole además toda la grave enfermedad que aquejaba a su esposo.
El buen fraile la escuchó en silencio. Siempre escuchaba todo lo que los demás tenían que decirle, aunque sólo fuera para hacerla soltar cuanto de pena llevaba en su interior. Cuando la mujer hubo terminado de hablar, fray Leopoldo le dijo que rezase con él tres avemarías y, finalizado su rezo, se despidieron. Cuando ya se habían separado unos pasos, fray Leopoldo llamó a la buena mujer y le dijo:
-Mire usted. Yo recuerdo que, en estos o parecidos casos, mi madre que en gloria esté, siempre nos daba un caldo de gallina que, según ella, levantaba a los muertos de su sepultura. Déle usted a su esposo una buena taza y verá cómo se encuentra mejor.
La mujer corrió a su casa, le preparó al marido una buena taza de caldo de gallina y se la dio a tomar. Varios días después, el marido era dado de alta. Cuando el Siervo de Dios se enteró de la buena noticia, comentó simplemente:
-Me alegro mucho. Es que nadie cree en los muchos poderes que tiene un buen caldo de gallina.
DOS FRASES CARACTERISTICAS
Algo que merece la pena resaltar en la vida de fray Leopoldo de Alpandeire son las dos frases características con las que finalizaba la conversación, siempre que alguien se acercaba a él en petición de algún favor, dada la fama de santo que tenía desde mucho antes de su muerte.
En algunos casos, incluso con enfermedades leves, los familiares del enfermo llamaban al Siervo de Dios para que rezase con ellos por la completa curación del enfermo. El fraile iba, visitaba y hablaba con el enfermo y sus familiares, rezaba sus tres famosas avemarías y si se despedía diciendo: «Hay que aceptar lo que Dios manda», era señal inequívoca de que el enfermo iba a morir. Por el contrario, aunque la gravedad del enfermo fuera absoluta, si al despedirse fray Leopoldo decía «No hay que perder la esperanza», era señal también inequívoca de que la curación estaba próxima. De aquí que los familiares diesen más credibilidad a las palabras del fraile que a la de los médicos. Y en ningún caso conocido se equivocó.