10. «Mátenme a mi»

Plaza del Triunfo de Granada, en la actualidad.
Plaza del Triunfo de Granada, en la actualidad.

Este hecho que vamos a relatar ocurrió en plena Plaza del Triunfo, la misma y hermosa plaza granadina que alberga al convento de Capuchinos. En medio de la plaza dos hombres empezaron una discusión —lo más que probable es que la discusión empezara por una de esas típicas tonterías por las que empiezan todas las disputas—. Lo cierto es que de simple discusión pasaron a los gritos, de éstos a los insultos, después empezaron a actuar las manos y por último salieron a relucir un arma blanca y una pistola, que el diablo había puesto en los bolsillos de los contendientes. Lo cierto es que la discusión fue en aumento y el público, aunque lejano cada vez más, se arremolinaba para ver el desenlace. Pero nadie se atrevía a ponerse en medio de los contendientes y pedir la paz.

Sólo una pequeña figura se abrió paso entre la multitud. Fray Leopoldo, que desde el interior del convento cercano había oído los gritos, se acercó a ver qué pasaba y al contemplar la pelea se fue para los rivales cuando éstos se amenazaban ya mutuamente con el arma que cada uno llevaba. Pidió primero “por el amor de Dios» que hubiese paz, y nadie le oyó; intentó convencer primero a uno y luego al otro, y todo fue en vano. En un último esfuerzo por parar lo que parecía inevitable, fray Leopoldo cayó de rodillas con los brazos en cruz en medio de los dos hombres:

— Hermanos, si alguien tiene que morir, mátenme a mí. Pero que no se derrame vuestra sangre, por el amor de Dios.

Esto sí hizo volver en sí a los contendientes. Primero a regañadientes, después más convencidos, fueron bajando las armas, después se acercaron lentamente y por último un apretón de manos selló la amistad que parecía rota para siempre. Fray Leopoldo, de rodillas aún en medio de la plaza, elevaba los ojos al cielo y, con lágrimas en los ojos, daba gracias al Todopoderoso por haber intercedido en la pelea. Porque, para él, era Dios y no él el que había conseguido parar la discusión y la posible muerte. Tan despacio como había llegado, tan pequeño, y tan encogido, el Siervo de Dios regresó a su convento. La gente se había empezado a marchar, y sólo un pequeño grupo de hombres se quedó mirando al «hermanico» v comentando su santidad, tanto que había conseguido parar lo que parecía imparable.

ARRIBA LA PIEDRA

Instituto Suárez, en la actualidad
Instituto Suárez, en la actualidad

Otro día, un grupo de obreros tenía que levantar una enorme piedra. Se construía allí el conocido Instituto Suárez, de la capital granadina. Seis hombres intentaban levantar la enorme piedra sin conseguir siquiera moverla. No existían en aquellos tiempos las facilidades de las enormes grúas. Todo había que hacerse a pulso y a base de fuerza. Pero los hombres no podían con la piedra; mientras, a cada intento, salían de sus labios duras blasfemias que ofendían a Dios y quemaban el oído de los presentes. Fray Leopoldo pasaba por allí y uno de los obreros hizo el siguiente comentario:

—Este sí que vive bien.

Quizás porque el Siervo de Dios escuchó la frase o quizás, y esto es más posible, porque oyó las blasfemias, el caso es que se acercó al grupo.

— A la paz de Dios, hermanos. ¿Qué ocurre?

— Nada, hermano. Simplemente que no podemos levantar esta piedra y tenemos que llevarla hasta allí.

— Pero, hombre, ¿ustedes creen que ofendiendo a Dios, él puede ayudarles? Lo primero es rezar y luego Dios dará.

Y, según su costumbre, fray Leopoldo rezó las tres avemarías. Después se echó el manto al hombro y dijo:

— Bueno, pues vamos con la piedra.

Y los seis hombres y el fraile pusieron manos a la obra de levantar aquella mole. Y la mole resultó ser una pluma. No pesaba; se hubiese dicho que un niño pequeño hubiese podido cogerla y llevarla kilómetros enteros sin cansarse. Y fray Leopoldo se fue. Y nada dijo en el convento. Fueron después los mismos obreros a los que el Siervo de Dios ayudó los que se acercaron al convento y contaron al padre Ángel de León lo que les había sucedido con el «hermanico». Y así quedó relatado por los mismos protagonistas de la noticia.

EL CINCUENTENARIO

Fray Leopoldo llevaba muy en silencio la fecha en que se cumplían los cincuenta años de sus votos solemnes. No quería fiestas especiales, ni parabienes. Le bastaba sólo que Dios lo supiese, y Él seguro que lo sabía. Pero una conmemoración así no podía quedar en el anonimato, y había un padre capuchino que apreciaba mucho a fray Leopoldo, que sí que estaba pendiente de la fecha. Y en silencio también, pidió al Papa entonces reinante —Pío XII— la bendición apostólica para el hermano y preparó una serie de actos con tal motivo.

Uno de esos actos consistió en un hermoso artículo publicado en el diario «Ideal» de Granada acerca de la feliz conmemoración. Como ya sus ojos se negaban a ver, hizo que le leyeran el artículo y, cuando el lector hubo terminado, vio lágrimas en los ojos del fraile, que tras reponerse, dijo:

— Todo eso está muy bien; todo eso es muy hermoso storecialis.net. Pero yo no soy todo eso. Están equivocados. No soy más que un pobre pecador.

LLENÓ EL HOSPITAL

En la última enfermedad, primero estuvo internado en una sala de un hospital granadino. Y el pueblo, al enterarse que el «hermano santo» estaba muy enfermo, se desplazó al hospital. No valían allí las horas de visita ni el número limitado de visitantes. La habitación de fray Leopoldo estuvo siempre llena, de la mañana a la noche y durante todos los días que duró su estancia en el hospital. Después, cuando se había mejorado algo, fue trasladado a su celda del convento de Capuchinos, y allí continuó el proceso de la enfermedad. El pueblo, al no poder entrar en el convento, aguardaba noticias en la calle, llenando la plaza del Triunfo de gentes de todas las clases sociales y de todos los pueblos de la provincia. Nunca estuvo solo. La plaza era una oración. Muchos lloraban pidiendo a Dios el milagro de la curación de fray Leopoldo. Y así fueron pasando los días que faltaban para el tránsito deseado.