11. Muerte en olor de santidad

Cuerpo yacente de Fray Leopoldo.
Cuerpo yacente de Fray Leopoldo.

El padre Ángel de León, capuchino, por aquel entonces vicepostulador de la causa de beatificación de fray Leopoldo de Alpandeire, en su libro «Mendigo por Dios», cuenta así la muerte:

«Las agujas del reloj apuran los escasos minutos que las separan del nuevo día, 9 de febrero de 1956. El hueco iluminado de una ventana quiebra la fachada, en sombras nocturnas, del vetusto convento de Capuchinos.

La «hermana muerte» ronda el edificio. Se dispone, una vez más, a ejecutar su rito letal, tan multisecular y tan cotidiano. Hoy rubricará con su guadaña una muerte gloriosa. Descorrerá los velos de la eternidad feliz a un hijo del poeta Francisco de Asís, del santo trovador al que está reconocida, por haber sido el primero en cantarla con místicas estrofas, sin desesperanza, sin adjetivos afrentosos… Por haberla llamado también, ante que nadie, con acento cordial, «nuestra hermana la muerte».

A través de los vidrios iluminados, ella contempla a un reducido grupo de seguidores del «Poverello». Unos vienen y van nerviosos. Otros permanecen absortos, sin saber apartar los ojos del lecho donde agoniza un anciano. La escena bien merecía el pincel de Murillo, el pintor de los capuchinos andaluces.

Sobre aquel cuerpo agonizante pesan noventa y dos años de largas fatigas. Más de medio siglo de caminar penitente, descalzo, sembrando por el ancho mundo la seráfica semilla del buen ejemplo, repartiendo generosamente la bondad, que era su gran riqueza.

Ahora realiza la última de sus predicaciones en el lecho de muerte, abrazándose a ella y soportando la agonía con ejemplaridad: «¡Como Dios quiere y cuando Dios quiere!».

La gente lo tenía por santo. Creían que Dios le había revelado la hora de su tránsito, pero de sus labios sólo habían escuchado: «¡Cuando Dios quiera, como Dios quiera!».

Y ahora, igual que en el resto de sus días, no desea que cuente su voluntad. Reafirma su aspiración constante: «Cúmplase la voluntad de Dios».

Al caer la tarde del día anterior —7 de febrero—, le fueron administrados los sacramentos de los enfermos, que recibió con sobrenatural gratitud a Cristo Redentor. Pidió perdón de sus faltas y malos ejemplos a los religiosos que, portando velas encendidas, rodeaban su lecho.

Ante ellos hizo una postrera y emocionada profesión de fe católica y vida franciscana. Y después, porque Dios así lo quiso, en la soledad de su alma, libró los últimos combates.

En la cruz de su lecho sufrió la prueba definitiva, la que el Todopoderoso reserva para los elegidos: el abandono del Padre cual lo experimentara Cristo en el Gólgota.

El enemigo quiso probar fortuna una vez más y trabó la última contienda. Entre las rudas embestidas lanzadas contra él durante diecisiete lustros, tal vez reservó la más violenta para este trance. Hubo verdadera agonía —lucha— en el cuerpo y en el espíritu. Así lo aseguran los religiosos que velaron su tránsito. Hablan de ahogos, convulsiones, momentos en los que el rostro se le congestionaba por la violencia de la lucha interior; Dios pide mucho a los que les da mucho. Semiinconsciente, agradecía el auxilio que le prestaban los religiosos cuando rociaban el lecho con agua bendita y recitaban jaculatorias. Se estremecía placenteramente al oír los nombres de Jesús y de María.

Así, durante largas horas.

Librada la prueba suprema, le fueron concedidas por la bondad de Dios unas últimas horas de serena extinción. Y, luego, aquella existencia, hoguera de caridad y de ardores seráficos, fue extinguiéndose en el mundo para iniciar sus fulgores en la eternidad.

La hermana muerte cumplió su misión con ternura. En el rostro de su víctima dejó una sonrisa, no sabríamos decir si de esperanza o de posesión de los goces eternos. Era la una y cuarenta minutos del día 9 de febrero de 1956.

HABLA UNA NIÑA

Dolor popular en el entierro de Fray Leopoldo
Dolor popular en el entierro de Fray Leopoldo

Su gravedad no se había hecho pública por no turbar, con bullicio del mundo, el místico sosiego de sus últimas jornadas mortales. Por esto, la primera sorpresa se produjo en la Redacción del periódico “Ideal”, al serles dictada por teléfono la esquela mortuoria. A pesar de lo avanzado de la hora, hicieron un reajuste en sus titulares: ¡bien merecía fray Leopoldo los honores de la primera página, con fotografía y sentida nota necrológica!

Con el día, que fue de crudo invierno granadino, la noticia levantó un rumor de duelo que, desde todos los rincones de la ciudad, confluía hacia el humilde convento: llamadas telefónicas, tarjetas, pliegos y, sobre todo, un incesante ir y venir de personas, llenos el gesto y la mirada de la pesadumbre del alma.

Entre las llamadas telefónicas, se registró una en franca disonancia con los momentos que se estaban viviendo tras los muros conventuales. Traslucíase en ella cierta alegría no fácil de justificar por el momento, pero no faltó una explicación razonable.

Años atrás, una señora presentó su hija a este Siervo de Dios para que rogara por ella, pues tenía ya siete años y no articulaba palabra, a pesar de oír perfectamente. La respuesta de fray Leopoldo fue por aquel entonces un tanto enigmática.

—Señora, hablará su hija cuando yo calle.

Pues bien: aquella mañana rompió a hablar, y no como el que está aprendiendo, sino como el que sabe hacerlo desde los primeros años.

Su madre, en medio de la alegría familiar, recordó la predicción imprecisa del venerable capuchino. Llamó por teléfono al convento:

—Sí; falleció anoche—, fue la respuesta.

EL ENTIERRO

Primera tumba de Fray Leopoldo en el cementerio granadino
Primera tumba de Fray Leopoldo en el cementerio granadino

Primera tumba de Fray Leopoldo en el cementerio granadino.Primera tumba de Fray Leopoldo en el cementerio granadino.Imagínenlo los lectores. Lo que en nuestros tiempos se llama «una profunda manifestación de dolor». Millares de personas de todas las clases sociales y de todos los rincones de Andalucía llegaron para acompañar al dulce hermano hasta su última morada. Las mujeres lloraban y rezaban, los hombres se repartían la tristeza de llevar hasta su última morada al Siervo de Dios, en el cementerio granadino.

Decimos bien: en el cementerio granadino fue su primera última morada. Al cabo de dos años fue trasladado al convento y, por último, construida la nueva iglesia, de nuevo fue trasladado, esta vez definitivamente, a la cripta del templo, donde actualmente reposan en artístico y rico catafalco de mármol, expuesto siempre a la veneración de los fieles que todos los días del año acuden con sus limosnas, sus oraciones y sus flores. Jamás está sola la tumba de fray Leopoldo. Pero cuando la visita se hace multitudinaria son los días 9 de cada mes fecha de su muerte. Entonces son larguísimas las colas que se forman para pasar ante la tumba, entonces son horas las que transcurren antes de poder pasar por delante del santo lugar donde reposa fray Leopoldo en un sueño eterno de amor, de misericordia, de alegría, porque su alma está ya junto a Dios.

Y allí también se cumple día a día el eterno milagro de fray Leopoldo. El, que fue limosnero en vida, todavía cumple con su obligación, su trabajo, y su oficio a la perfección. Cincuenta y cuatro años después de su muerte (me he permitido actualizar al máximo la fecha), las limosnas siguen llegando incesantes. Desde todos los puntos de España y del extranjero. Son limosnas, que llegan sin saber quién las da. Son esas miles de manos —cientos de miles de manos— que creen todavía —gracias a Dios— en un futuro pleno de gracia junto al Todopoderoso, en una vida mucho más hermosa que la que vivimos en el mundo. Son esas manos las que en silencio depositan su donativo, su limosna en el cepillo de fray Leopoldo, que desde el cielo estamos seguros, agradecerá a todos y cada uno con su eterna sonrisa y con sus tres avemarías.

Fray Leopoldo no ha muerto. Sigue vivo en la mente de todos; y, aunque su generación ya ha desaparecido, su imagen ha quedado viva para siempre, porque fue, es y será un hombre de Dios, que amó a Dios y a la Virgen María sobre todas las cosas y que pasó por el mundo haciendo el bien, sencillamente, mansamente, humildemente, «por el amor de Dios».