9. «Estoy como Dios quiere»

Motivada por una sarta de blasfemias tuvo lugar otro de esos actos de fray Leopoldo que se toman como milagros y que como tales se han sumado al proceso de beatificación de nuestro venerable hermano lego.

Granada. Cuesta de Gomérez (remarcada en verde)
Granada. Cuesta de Gomérez (remarcada en verde)

La cuesta de Gomérez es un lugar muy conocido en Granada. Nada menos que la subida a la Alhambra. Ahora, esa cuesta está asfaltada y en coche o a pie se puede llegar hasta el final con suma facilidad, pero, en los tiempos en que nuestro fraile vivía en Granada, aquella cuesta era polvorienta, irregular, formando incluso algunas troneras a causa del agua de lluvia. Era, lo que se dice, un camino muy difícil. Tan difícil que un carro clavó sus ruedas en una de esas troneras, ablandada por la reciente lluvia caída, y no había forma humana de poder conseguir que las mulas sacasen al carro del atolladero.

El carrero juraba y perjuraba, y entre latigazo y latigazo a los lomos de las mulas, soltaba blasfemia tras blasfemia. Pero ni los juramentos, ni los latigazos ni las blasfemias conseguían ablandar el «corazón» de la tronera, y las ruedas, a cada tirón de los desesperados animales, se hundían en el barro un poquitín más.

Al disgusto del carrero se sumó ese numeroso grupo de curiosos que siempre hay en estos casos, decididos a contemplar la obra del carrero pero no decididos a colaborar con él en la solución del problema.

Acertó a pasar por allí fray Leopoldo, que se dirigía a la casa de unos diplomáticos extranjeros que siempre le socorrían. Y, naturalmente, oyó las blasfemias del carrero y vio los latigazos que daba a las pobres mulas. Entonces se acercó al grupo de mirones, se abrió paso entre ellos y ya en primera fila reconvino al carrero de este modo:

— Vaya por Dios, hermano, vaya por Dios. ¿Cómo quiere usted que Dios le ayude si no para de ofenderlo?

El carrero, al ver al fraile y escuchar esas palabras, no supo en principio qué contestar. Pero siguió martirizando a las bestias. Fray Leopoldo continuó hablando:

— En vez de insultar, rece, hombre. Verá qué fácil será todo. Ea, vamos a rezar tres avemarías, y verá usted cómo todo se resuelve.

Y el buen fraile rezó tres avemarías. Por su parte, el carrero sólo siguió el rezo a través del movimiento de los labios de fray Leopoldo. Cuando hubo terminado de rezar, nuestro fraile se acercó a las mulas y, mientras las acariciaba, les hablaba quedamente, con cariño. Las mulas, mansamente y como si de una carretera asfaltada se tratase, tiraron fácilmente del carro que, sin más inconvenientes, siguió su camino sin más impedimento, dejando atrás un surco bien profundo, que señalaba el lugar donde había tenido lugar la aventura del carrero. Inútil es decir, la cara del carrero ante tan extraño suceso, y, por supuesto, la cara de los curiosos que había alrededor del carro.

FAMA DE SANTO

Esa fama de la que hablábamos ya se fue repartiendo por toda la geografía granadina. No era solamente en la capital, sino que en los pueblos también se le distinguía con la fama de santidad con que murió.

A tal punto llegaba su fama que las personas con las que trataba empezaron a querer tener algún recuerdo personal suyo y, a pesar de que él repartía muchas estampas, las manos de los granadinos se iban hacia el cordón que el capuchino llevaba puesto. Mientras unos lo entretenían dándole alguna limosna o pidiéndole el rezo de las tres famosas avemarías, otros, tijera en mano, cortaban algún trocito de ese cordón que, naturalmente, iba empequeñeciendo de tamaño a ojos vista.

Los frailes capuchinos ya tenían noticias de lo que pasaba con el cordón de fray Leopoldo. Y un día que llegó el Siervo de Dios chorreando agua a causa de un fuerte aguacero, aprovecharon un momento del diálogo en que el hermano hablaba de lo corto que tenía el cordón y le dijeron:

— Hermano, ya sabe usted que este algodón de ahora no es nada bueno. Y con estas lluvias…

Naturalmente, omitieron decirle la verdad, porque estaban seguros que fray Leopoldo se hubiese opuesto desde ese momento al deseo de los granadinos.

COMO DIOS QUIERE

Hasta en sus enfermedades, la fama de santo subía a pasos agigantados. Ya dijimos que el 9 de febrero de 1953, tres años justos antes de su muerte, sufrió una caída al bajar unas escaleras mientras cumplía con su misión de limosnero. Desde aquella fecha, hasta el 9 de febrero de 1956 en que entregó su alma a Dios, la salud de fray Leopoldo tuvo muchos altibajos y complicaciones, y ya era raro el día que podía levantarse, aunque bien es verdad que su voluntad podía más que los terribles dolores que debía sufrir y aunque no salía a la calle a pedir, dentro del convento sí cumplía con sus deberes en muchas ocasiones de esos tres años dolorosos y terribles.

Sin embargo, en ese tiempo jamás salió una queja de su boca, ni una palabra de dolor, ni un suspiro de resignación. Todo era alabar a Dios, todo era agradecerle el martirio que le estaba dando con tantos dolores, porque desde siempre su gran ilusión fue el máximo sacrificio, «por amor de Dios».

Decíamos que jamás salió una sola queja de sus labios. Al contrario. Es justo dejar reseñado aquí que, cuando le preguntaban por su salud, aún en los momentos más graves y dolorosos, su respuesta era la misma:

— Estoy bien, porque estoy como Dios quiere que esté. Gracias, hermano.

¿Qué pensar después de esto? ¿Es normal encontrar tanto sacrificio, tanta resignación, tanto amor a Dios en un hombre solo? ¿Es fácil, por mucha fuerza de voluntad que se tenga, aguantar para sí los más terribles dolores y ofrecer a los demás la alegría de un rostro siempre amable, de una palabra siempre cariñosa?

Tres momentos en la edad de Fray Leopoldo
Tres momentos en la edad de Fray Leopoldo

«DEMASIADO PARA MI»

En la misma enfermedad, el hermano enfermero que cuidaba a fray Leopoldo tenía orden de servirle la comida en la celda, habida cuenta de que no podía levantarse de la cama. La comida en una comunidad capuchina siempre es escasa, y mucho más escasa en los años en que nuestro Siervo de Dios vivía. La comida, en realidad, era solamente una sopa de ajos —«maimones» se le llama generalmente en Málaga a esa sopa— y pare usted de contar.

Pues el enfermero, deseoso de servir algo mejor al fraile enfermo, que pudiese servirle para mejorar su cuerpo, un buen día le preparó unas gachas. Era algo distinto y, sin embargo, fácil de tragar para el anciano hermano lego. Fray Leopoldo se las comió, incluyendo los trozos de pan frito que llevaba. Cuando terminó, el enfermero le preguntó:

— ¿Qué le ha parecido hoy la comida, hermano?

— Muy buena, muy buena. Estaba riquísima. Pero, hermano, eso es demasiado para mí. Otro día déjeme con mi sopa de ajos. Gracias, hermano.

Era demasiado unas gachas. Como era demasiado un colchón de lana, o de paja, porque él estaba acostumbrado a la dura cama de una celda capuchina, dureza más aumentada en su propia cama porque le quitaba el colchón —más o menos duro —, y en su lugar ponía unas tablas; eso sí, bien tapadas con las sábanas y la manta en invierno, para que nadie en el convento se diera cuenta del cambio. Y, como también eran demasiado pocas las penitencias a que estaba sometido por la Orden de los Capuchinos, cualquier dolor físico procuraba conservarlo, y así, en los días del crudo invierno granadino, mientras el pueblo se abriga más y más para preservarse de la heladez, fray Leopoldo pasaba por las calles con los pies descalzos, puestas simplemente sus sandalias de limosnero, que no eran otra cosa que unas suelas más bien gastadas, cogidas con alguna correa fina por encima del pie para que no se cayeran. Y, cuando por culpa del frio se abrían grietas en sus encallecidos pies y, cuando a causa del frio, de las grietas abiertas salía sangre que manchaba el camino por donde pisaba el fraile y alguien se le acercaba con espíritu solícito intentando curar al hermano enfermo, el Siervo de Dios, después de dar las gracias repetidas veces, decía:

— Déjelo hermano, si voy bien. Más sufrió Jesús por nosotros y nadie le ayudó en su martirio.

«Voy bien», «Estoy bien», «Me encuentro perfectamente». Eran sus frases preferidas en los momentos difíciles para su salud. «Esto va bien, hermano», decía cuando las turbas o alguna persona en particular la emprendía con él y con su estado religioso. Y todo lo sufría con gusto, con deseo, «por el amor de Dios».